
Pasas la lengua por tus labios y el hombre del otro extremo siente un pequeño espasmo entre sus piernas. “Dos vodkas más, y me le acerco”, piensa él, mientras tu tratas de dilucidar, “qué carajo hago yo aquí”.
La noche transcurre, ya fueron cinco shots y tres cervezas, así que pides otra ronda porque mejor seguimos con los números pares. Ahora miras al frente, y alrededor; quienes están, no te merecen. No, esas caderas y esos colmillos, no son para cualquier sabandija. No vas a compartir la ausencia de ropa interior con ningún mequetrefe. ¿Más cerveza?, no, sólo tequila.
El hombre se levanta, por fin se levanta y camina en dirección hacia ti, pero cuando ya está cerca, decide proseguir hasta el baño, no sin antes percatarse de tu olor. “Aaah, conozco ese olor, es fuerte, salvaje, animal. Es ella, sí es ella...”
Entra al baño, abre su bragueta, el erecto entusiasmo dificulta la micción. Se pasa la mano por la cabeza y luego golpea la pared. “Sabía que no debía venir. Es ella...”. Comienza a temblar y casi cae de rodillas. Su pulso se acelera y vienen a su mente imágenes de bosques, luna llena, dientes, colmillos. Huele a carne fresca, a sangre, a jauría. Trata de reponerse, se incorpora, acomoda su ropa, seca el sudor de la frente y el cuello, lava su cara, se seca y sale del baño. Vuelve a pasar cerca de ti y se detiene, el aroma lo perturba. Regresa a su puesto y pide otro vodka.
Tus mejillas están calientes y las piernas piden movimiento, el vestido parece haberse encogido de repente, porque ahora muestras más los senos. Ya son muchos los que miran, desean. Más de un cuello a tu disposición, sangre para acompañar el tequila.
Altiva, coqueta. Ahora sonríes, lograste llamar la atención, pero no estás conforme. Buscas otra cosa. Quieres salir, huir, correr. Hay cadenas invisibles, no se ven, sólo se sienten. ¡Maldita sea!
“Dos vodkas más, y le hablo”, ya fueron ocho. Diriges la mirada hacia el otro extremo de la barra, y el hombre tiembla, aprieta los puños y se muerde los labios. Sale sangre, y tú la hueles. Te levantas, y caminas siguiendo tu nariz. Ya lo ubicas, llegas y miras a todos lados, un trago de vodka a medio terminar y una silla vacía. “Estuvo aquí, sé que estuvo aquí...”
A media cuadra de allí, un pañuelo con manchas de sangre cae al suelo. Transformación interrumpida. El hombre huye, tenía que hacerlo, si no, sucumbiría. Igual que otrora.
Aquella oportunidad, la primera noche, juró que sería la última. No se volvería a unir a la jauría. No volvería a cazar junto a ti. Sabía que terminarían con el olor a sangre fresca en el hocico, revolcándose en la hierba, lamiéndose, mordisqueándose, fornicando. Maldita y divina noche, causante de desvaríos y sueños profanos. “Kayla, mi amada y prohibida Kayla...”