jueves, agosto 25, 2011

Benito



Si me pidieran hablar de alguien que inspire lástima, compasión, incluso tristeza, ese alguien sería sin lugar a dudas Benito; sí, Benito, “el loquito de la cuadra” como le dicen algunos. Pero si en cambio me pidieran hablar de alguien que cause desconcierto, intriga, incluso duda, pues ese sería también Benito, “el misterioso de la cuadra” como lo llaman otros. Pero si a alguien, se le ocurriera pedirme que le hablase de una persona, animal o cosa, que inspirara angustia, desesperación e incluso terror, déjenme decirles que no vacilaría ni un minuto en comenzar a contar, lo que una vez vi hacer a Benito, “la pesadilla de cualquier brabucón de la cuadra”, como lo llamé ese día.

Un pelafustán esmirriado y andrajoso, no hay mejor manera de describirlo; andaba cubierto con harapos y toda la mugre que pudiera cualquier mortal imaginar, la cabeza y la cara llena de gruesos hilos oscuros entrelazados que alguna vez pudieron ser una frondosa melena y una espesa barba. Se le veía desde temprano por las calles, recogiendo cuanta basura, chatarra o cosa aparentemente inservible cupiera en su indescifrable saco, ese trozo grande de tela color zona de desastres con infinitas costuras capaz de tragarse todo lo que viniera de la mano de Benito.

Comía sobras, lo que encontrara entre los desperdicios de los expendios de comida, o lo que tuviera a bien regalarle un buen samaritano. No pedía, a nadie le dirigía siquiera una mirada, pero aún así no faltaba en cualquier momento un alma caritativa que le acercara un trozo de pan, una galleta, un jugo, algo que le mitigara el hambre.

Iba de un lado a otro, sin rumbo fijo ni propósito claro, porque recogía cosas, pero nadie sabía para qué, ni dónde las guardaba, es más, en ocasiones, no recogía nada ni arrastraba su amorfo saco, solo deambulaba.

“Así te vas a ver cuando seas grande si no estudias”. “Mira como terminan quienes no hacen caso a sus padres”. “Pobre loco, de seguro se portó muy mal con sus mayores cuando era niño”. Estas sentencias, en más de una oportunidad, aunque valdría decir más bien, casi siempre –porque en otras, se oían frases muy distintas, “es un ser humano”, “es igual a todos nosotros”, e iban dirigidas a pequeñas almas, hijas de aquellas que se acercaban a Benito, con algo para comer-, acompañaban la presencia de Benito y servían para advertir, o para aleccionar a unos cuantos pequeños rufianes trajeados con uniformes, zapatitos negros y bolsos guindados a sus espaldas que lo miraban con odio, con rabia, y a veces miedo; a esos pequeños seres que muchas veces vi practicar con el pobre Benito, la manera en que más adelante, con un poco más de edad y tamaño, tratarían a quienes le parecieran inferiores, de menos valía, desmerecedores de cualquier gesto de simpatía o trato justo.

Los más grandes, los que ya habían dejado la escuela, cuando pensaban que nadie los observaba, descargaban en Benito trozos de necedad, incomprensión e ignorancia convertidos en piedras, y luego risotadas, burlas, expresiones soeces escupidas al aire pero que sin duda tenían un objetivo, una diana, por así decirlo, y esa era Benito.

Pero recuerdo, como si hubiese ocurrido ayer mismo, una ocasión en la que Benito respondió, y de qué manera respondió. En esta oportunidad no fueron unos simples párvulos, sino más bien un grupo de jóvenes ya bien alejados de la pubertad que quisieron revivir aquellos tiempos en los que pasaban en tropel frente a Benito y lanzaban piedras y escupitajos. Yo estaba ahí, cerca, silente, casi invisible, testigo mudo de aquel juego cruel, y unos segundos después, pasé a ser una estatua, impotente, rígida, sin aliento ante lo que le tocó presenciar.

El ataque por parte de los vándalos duró unos cuantos minutos, pero la respuesta, la respuesta de la víctima, que luego pasó a ser victimario, esa sí que fue en segundos, unos segundos eternos repartidos en pequeños intervalos que mostraban imagen por imagen, lo que trataré de describir a continuación: Primero fue humo, mucho humo, un humo negro que cubrió toda la humanidad de Benito, después, ojos con brillo gatuno, colmillos, garras, orejas largas con agudas puntas que señalaban al cielo, brazos musculosos y peludos, un torso desnudo, fornido y lanudo también, y de la cintura hacia abajo, un toro, un buey, un búfalo quizás. De su espalda salían un gran par de alas, como las de un inmenso cóndor, y la risa, eso era lo más estremecedor y espeluznante, su risa.

Benito dejó de ser Benito, persona, animal o cosa, Benito pasó a ser todo eso junto, y peor aún, pasó a ser algo que embestía y atacaba sin piedad, con una fiereza y velocidad impropia de este mundo. Y yo no pude hacer nada, permanecí petrificado, viendo trozos de cuerpos volar por los aires y caer desperdigados, sangre, vísceras y un olor penetrante que invadía mis pulmones y me dificultaba la respiración.

Cuando todo terminó, entre los gritos, la desesperación de la gente, las sirenas de las patrullas y las ambulancias, y la humareda, pude notar que al final de la calle estaba un camión incrustado en la fachada de una tienda. Todos lo señalaban como el causante de aquella tragedia. Su dantesco rastro aclaró de inmediato las dudas, menos a mí, yo no las tenía… yo estaba consciente de lo que había visto, conocía al protagonista, y lo busqué entre la gente, busqué y busqué hasta dar con unos ojos muy brillantes, que me miraban, y un dedo huesudo que se conectaba con unos labios resecos y escondidos tras una maraña oscura para hacer una mueca que conminaba al silencio.

Y así me he mantenido con respecto al tema, a lo sucedido aquel día; así he seguido, en silencio, pero también a la espera de que a alguien se le ocurra pedirme que le hable de una persona, animal o cosa, que inspire angustia, desesperación e incluso terror, porque eso fue lo que sentí esa vez, la vez en que Benito se convirtió, en “la pesadilla de cualquier brabucón de la cuadra”.


1 comentario:

Aurora Pinto dijo...

Perro, chamo! La verdad no quisiera encontrarme nunca con Benito... Saludos!